Se me dificulta mucho encontrar las palabras para definir lo que sentí al ver “Ben-Hur” (1959). Al verla, me encontraba en completa fascinación por aquella majestuosa historia catalogada como “una de las más grandiosas jamás contadas”. Pero a la vez me llené de una admiración enorme por William Wyler y Sam Zimbalist, pues hoy en día, 61 años después, sigue siendo impresionante embarcarse en el camino de realizar una película de tal ambición y espectro.
Los muy llamados “historical epics”, sin duda Ben-Hur encendió una llama en mí para verlos absolutamente todos. Tres horas y media de una historia que te lleva por los más altos y más bajos caminos del desarrollo de un personaje, y como este se ve mermado en los andares de la fe, la acción, la venganza, el deporte, el amor y la familia.
Pero lo que me tomó por absoluta sorpresa fue la forma tan delicada y fina en como el trayecto del protagonista se entrelaza con el trayecto de una de las personalidades más trascendentes del mundo espiritual, Jesús. Todo esto mientras por igual se aleja de cada gramo de religiosidad.
Por minutos me imaginaba el turbulento proceso de producción, en Roma, Italia de 1958, se encontraba un crew y cast de más de 1000 personas rodando la película que se convertiría en la primera de solo 3 hasta ahora en ganar 11 Premios de la Academia. Cuántas historias debieron tener las personas que formaron parte de aquella hazaña, muchos quizás hasta sin saber que le estaban dando forma a una completa obra maestra, y una proeza narrativa que los superaría en vida a todos. Vivo por perderme en historias cómo lo hice con esta.
Calificación personal: 10/10.