DRIVE MY CAR (2021) – RESEÑA

Drive My Car

Si vivir es sufrir, ¿por qué sufrir no es vivir? Dentro de nuestras inherencias, el sufrimiento toca una tecla especial pues su naturaleza y diferentes facetas implican que no se le escapa a nadie. A diferencia de su antítesis de alegría, que sí logra fugarse de algunas vidas. Conociendo muy poco del cine de Ryûsuke Hamaguchi, me parece impresionante su forma de entrelazar el duelo, el amor y lo agridulce de su traición, el vago concepto de un alma gemela, y la capacidad, a veces nula, de hacer catarsis con nuestro arte.

“Drive My Car” mece su historia en los hombros de un hombre destruido, refugiado en su arte como para gritarle al mundo “¡Ya basta!”, pero nunca con las fuerzas suficientes para hacerlo. Su primera media hora nos introduce a una cadena de emociones invisible para nuestros ojos en aquel fragmento corto de su metraje, pero que luego causaría estragos en nuestra propia reflexión de sus personajes. Como si quisiera llevarnos a fuego lento en su propia tragedia absolutamente cotidiana.

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Sirviendo de reflejo de la vida misma, la película es menos sobre lo que ocurre y más sobre cómo reaccionan sus personajes, y de por sí nosotros, a lo que ocurre. Utiliza su locación principal y motor de enlace entre los personajes, el carro, para solicitar silencio y mostrarnos un Japón contemplativo, a veces narrado y en otros momentos no, simulando nuestra propia experiencia de andar conduciendo en un vehículo en silencio. ¿Alguna vez lo han hecho? Pues en momentos precisos las calles dejan de ser guías para llevarte a un destino y se vuelven el propio desenlace de nuestros pensamientos, y consigo, emociones.

La película concentra su posición en cuatro relaciones interpersonales, tres de ellas presentadas en la primera media hora, pero lo que las categoriza es que todas fueron introducidas en momentos que sacaban a nuestro protagonista de su zona de confort. Los momentos de intimidad hacen un giro de 180 grados en esta película, variando desde la ilusión de intimidad que nos puede dar el sexo, hasta la más fuerte conexión que existe en una conversación. Conversaciones que te muestran que lo que era exclusivo quizás ya no lo es tanto, y que quien más amamos probablemente obtenga una conexión mayor con otra persona.

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En sus mejores momentos, la cinta presenta nuestra capacidad de auto-culparnos por la perdida de un ser querido, y como esto raras veces se supera. Introduce el inmenso tabú pero igual de inmensa realidad, de como alguien que engaña puede verdaderamente aún amar a quién hiere. Y explora los espacios de la libertad de hablar con un extraño hasta el punto en que extraños ya no sean. Pues hay libertad en el conocer que lo que dices no tiene consecuencias en tu alrededor. La catarsis existe en el gritar a oídos que escuchan pero no juzgan.

Sin conocerlo, me doy cuenta que Hamaguchi explora sus propios procesos artísticos con la película. Se pregunta si hay forma de mantenernos coherentes y reales en nuestro arte sin adentrarle nuestra carne, pues una expresión sin emoción resulta opaca y a fin de cuentas siempre sale a relucir, o la vida te obliga. Aún así, ¿puede ser el arte una vía de escape a absolutamente todas nuestras emociones? ¿O existe un límite a la expresión artística sin antes tener que enfrentarnos a nosotros mismos?

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Su fotografía causa revuelo, pues aunque simple y por momentos fría, tenue, y alargada, presenta un Japón que se siente más global que aislado. Sus calles no son exclusivas de las islas donde nace el Sol, sino que la película utiliza elementos de road-movie para mostrarse cercana. Más personas han estado dentro de un carro contemplando sus vidas que en las calles de Hiroshima. Como si fuera poco, juega muy sutilmente con sus posiciones para comunicar el desarrollo de sus relaciones.

Cuando sientes que se va alargando un poco, el film te presenta un momento breve de silencio que avecina una de sus escenas más poderosas, como para que termines de asociar la pasividad de lo que ocurre y la importancia del pasado en ello. Pues en un mundo perfecto pudiéramos ser definidos por lo que hacemos, cuando la realidad es que somos el conjunto de lo que vivimos, principalmente nuestros traumas. Espectacular película.

Calificación personal: 9/10.